V Premio de Divulgación Feminista “Carmen de Burgos”

CIUDADANA MUJER

Rosa Cobo Bedia
Este artículo quiere reflexionar sobre los límites de las actuales democracias occidentales en relación a los derechos de las mujeres ciudadanas. Como punto de partida, una evidencia: la exclusión de las mujeres en numerosos espacios sociales; casualmente, la mayoría de ellos, los de la toma de decisiones.
La realidad social muestra con contundencia que los espacios de exclusión están vinculados al poder, a la autoridad, a la influencia, al dinero, a los recursos y, en general, a la autonomía personal. Los poderes fácticos, el poder político y todos los poderes de decisión y, por ello, de definición, son casi impermeables a las mujeres. Hoy el poder político es masculino y patriarcal. Masculino, porque alrededor del 90% de los individuos que están al frente de todas las instituciones son varones. Y patriarcal, porque ese 90% de varones toma decisiones políticas e impone normas en el marco de un sistema de dominación patriarcal, que consagra su dominio y supremacía como colectivo sexual sobre las mujeres.

Por tanto la exclusión de las mujeres de las instituciones políticas es uno de los aspectos más sobresalientes del poder político en la mayoría de los países occidentales. Como desarrollaré a lo largo de este artículo, el género es un factor de carácter estructural que determina la ya de por sí compleja red de relaciones sociales, expulsando a las mujeres de todos aquellos espacios relacionados, de una u otra manera, con el poder.

Se trata de una doble tesis. Por una parte, la estructura patriarcal de la sociedad impide la plena ciudadanía de las mujeres y las convierte, a todos los efectos, en un grupo social marginado. Compensar esta insuficiencia requiere el reconocimiento de derechos políticos específicos para las mujeres. Y por otra parte, el reconocimiento específico de derechos para el colectivo femenino se presenta como una de las vías más eficaces para lograr la ampliación de la participación democrática.

Crisis del paradigma de ciudadanía

La primera vez que las mujeres se articularon políticamente como colectivo sexual para reclamar los derechos que ya poseían los varones fue durante la Revolución Francesa. En el siglo XVIII surge la idea de igualdad moral y política en el mismo contexto que surge la de contrato social o la de individuo. La igualdad es una de las ideas nucleares de la Modernidad. A esta idea se acogieron las mujeres para reclamar los derechos de ciudadanía y de voto que la Revolución Francesa había concedido a los varones. En este momento histórico surge la democracia como el sistema político encargado de ampliar la ciudadanía a todas las categorías del pueblo... con la exclusión de las mujeres.

Los dos últimos siglos han presenciado numerosas batallas políticas para conquistar la igualdad. Desde los primeros movimientos de mujeres en la Revolución Francesa hasta las más recientes luchas de los años setenta, pasando por el sufragismo, las mujeres han reclamado tenaz y persistentemente los mismos derechos que poseían los varones. La igualdad ha sido la aspiración política más constante de las mujeres desde el siglo XVIII y, pese a que no se haya resuelto satisfactoriamente para ellas, ha mostrado sus potentes virtualidades inclusivas[1].

Los límites e insuficiencias de la ciudadanía femenina están estrechamente vinculados a su propia génesis. El hecho de que el ciudadano, en la constitución de la democracia moderna, fuese un varón, ha marcado poderosamente la noción de ciudadanía. Numerosos límites, muchas veces invisibles, restringe ese derecho político para las mujeres. No sólo el género: también las clases sociales, la sexualidad, las etnias, las culturas o las naciones son factores que limitan la ciudadanía.

Estos límites ponen en entredicho la legitimidad de la democracia y convierten en papel mojado la igualdad de derechos. El universalismo que subyace a la ciudadanía tiene tantos límites como ámbitos de exclusión existen. Este universalismo está instalado en un proceso de crisis debido a sus múltiples incumplimientos. El concepto actual de ciudadano se apoya en una noción del yo autónomo, soberano, fraternal y masculino, que excluye a las mujeres de la vida pública[2]. A pesar de la debilidad de este concepto, puede resultar eficaz si se reconocen derechos específicos a las mujeres como colectivo sexual: esta es una de las vías hacia la democracia paritaria. El feminismo está embarcado así en la redefinición de un concepto de ciudadanía que no excluya a las mujeres de los derechos propios de ese concepto. Universalismo y ciudadanía deben ser sinónimos de inclusión, igualdad y justicia.

En todo caso, el problema de fondo no es la impugnación de los conceptos de ciudadanía universalidad, como elementos nucleares de las sociedades que aspiren ética y políticamente a la libertad y a la igualdad, sino el déficit de universalismo y ciudadanía para las mujeres. La constitución de un nuevo ciudadano no patriarcal requiere de la formación de genéricos emancipadores. Dicho de otra forma, la lucha por la plena ciudadanía para las mujeres requiere el fortalecimiento ideológico y organizativo del movimiento feminista. Celia Amorós explica este proceso así: "Una cosa es que aspiremos a vivir en una sociedad de individuos como ideal ético y otra muy distinta que nuestra sociedad se pueda definir así... Ser nominalista moderada o no radical significa hacerse cargo de este tipo peculiar de entidad que los genéricos connotan negándose al mismo tiempo a esenciarla, a hacer de ella una categoría ontológica en sentido fuerte"[3]. De estos genéricos hablaremos en el siguiente apartado.

Minorías políticas y genéricos emancipadores

La historia del pensamiento sociológico se ha esforzado desde sus inicios en identificar analíticamente la composición y estructura de la sociedad y, sobre todo, en averiguar el grado de influencia del individuo sobre la sociedad y de la sociedad sobre el individuo. Las sociedades modernas constituyen un entramado complejo de redes y grupos sociales donde están adscritos o se adscriben voluntariamente los individuos. Las mujeres están adscritas involuntariamente a su género, entendiendo el género como feminidad normativa.

Nacer mujer en una sociedad patriarcal implica carencias en los derechos y las oportunidades y excesos en las obligaciones; significa ser sujeto político a medias; supone quedarse aprisionada en una red de roles y estatus inferiores a los masculinos; obliga a cargar con la maternidad... En definitiva, las mujeres tenemos poco poder y apenas podemos intervenir en el diseño de nuestro destino intelectual y colectivo.

Por otra parte, las mujeres pueden adscribirse voluntariamente a su género politizándolo críticamente. Es decir, transformar el género como destino en genérico emancipador. La aparición del movimiento feminista, hace ya dos siglos, ha significado la impugnación de la identidad femenina como construcción social patriarcal y el comienzo de la formación de un concepto de identidad al servicio de la emancipación. Celia Amorós define este proceso como el tránsito del "nosotras-objeto" al "nosotras-sujeto", y señala que este paso requiere que el "nosotras-objeto" se constituya críticamente para definir a quienes han conceptualizado a las mujeres como lo femenino con sus discursos, sus prácticas y, sus definiciones.

Si todas las identidades y las diferencias sociales han sido históricamente construidas a partir de la existencia de unas relaciones sociales determinadas, la identidad de las mujeres ha estado determinada por las relaciones de dominación patriarcales. En efecto, el movimiento feminista lleva más de dos siglos organizándose para constituir a las mujeres en un colectivo emancipador. Los lobbyes, las redes y, en general, los pactos entre mujeres constituyen el núcleo más visible de la solidaridad femenina[4].

Ahora bien, ¿cuáles son las razones que han hecho de las mujeres un grupo social oprimido? El movimiento feminista ha aportado una variedad de respuestas que esquemáticamente pueden resumirse en dos posiciones. De un lado, las feministas de la igualdad afirman que las mujeres constituyen un colectivo con rasgos específicos debido a factores de orden socio-cultural que se han reproducido históricamente, al tiempo que analizan las diferencias de género como un instrumento de dominación masculina.

En opinión de las feministas de la igualdad, las injusticias fundamentales del patriarcado son la exclusión de las mujeres del espacio público, su confinación en el espacio privado y la mala distribución de los bienes sociales. La tarea principal de la igualdad entre los géneros es alcanzar una participación y redistribución igualitarias. Para ellas, el objetivo del feminismo es eliminar las diferencias e instituir la igualdad.

De otro lado, las feministas de la diferencia sostienen que las mujeres constituyen un grupo social no sólo debido a esos factores socio-culturales, que ningún feminismo niega, sino también debido a toda una serie de características que las diferencia profundamente de los varones. En esta línea, algunas feministas de la diferencia esencializan algunos de los rasgos -sociales- que nos diferencian de los varones y llegan a afirmar, por ejemplo, que las mujeres somos moralmente superiores a los varones por no mostrarnos tan competitivas y militaristas.

También en la misma perspectiva, otras feministas de la diferencia prefieren no hablar de superioridad e inferioridad y señalan la existencia de dos voces diferentes de idéntico valor. Unas y otras están de acuerdo en que la diferencia entre los géneros es real y profunda, la más importante de las diferencias humanas. Todas las mujeres comparten como mujeres la misma identidad de género. El modo de hacer justicia a las mujeres, a su juicio, es reconocer, no minimizar, las diferencias de género[5].

Estas posiciones teóricas y políticas -la diferencia y la igualdad- se traducen lógicamente en posiciones estratégicas diferentes. Todas las minorías, en este caso el colectivo femenino, pueden mirar hacia la integración o hacia la diferencia. Bajo nuestro punto de vista, la reclamación de la identidad tiene que mirar hacia la ampliación de la democracia.

En la actualidad, las teorías y prácticas feministas viven esa tensión. Apropiarse de espacios de igualdad o profundizar la diferencia -e incluso, como algunas proponen, reinventarla- ha sido el debate, y aún lo sigue siendo sobre todo en Europa, del movimiento feminista durante dos décadas. Sin embargo, ahondar o reinventar la diferencia entre los géneros es una postura política cuya consecuencia más peligrosa es que las mujeres sigamos siendo una minoría marginada. Cristine Delphy afirma que, si bien los géneros han surgido indisolublemente unidos a su jerarquización y división, todo el feminismo quiere eliminar la dominación y la jerarquización, pero una parte de éste -el de la diferencia- se niega a eliminar la división. La conclusión de esta socióloga es que sin jerarquización no puede haber división de géneros[6]. La identidad de género no debe ser planteada en términos ontológicos, sino en términos políticos y emancipadores. El objetivo político del feminismo debe ser la destrucción del sistema binario y la superación de las diferencias de género y las identidades de género que las acompañan[7].

El reconocimiento de derechos para las mujeres

Como señalábamos al principio, la gran cuestión a resolver es el cumplimiento efectivo de los derechos de ciudadanía para las mujeres hasta su materialización en una democracia igualitaria en clave de paridad. Una posible vía consiste en el reconocimiento político de derechos específicos para las mujeres como forma de desarrollar esa igualdad y de eliminar ámbitos de exclusión. Los derechos del colectivo femenino serían, así, la consecuencia del reconocimiento del derecho a la autonomía y libertad personales de los individuos que componen ese colectivo[8].

¿Es compatible la reivindicación de derechos de las mujeres con el mantenimiento del paradigma de la ciudadanía para todos los ciudadanos? La primera respuesta que debe darse es que la primacía deben tenerla los derechos de los individuos, independientemente de las minorías a las que pertenezcan. La legitimidad del reconocimiento de derechos políticos debe pender siempre de la aprobación de los individuos del genérico. Los individuos deben ser la fuente y el lugar de adopción de decisiones. Dicho de otra forma, de un lado los colectivos pueden ser titulares de derechos siempre que ello no suponga anular la autonomía individual y, de otro, como señala Javier de Lucas refiriéndose a las minorías "el límite en el reconocimiento de esos derechos colectivos es que no se obligue a nadie contra su voluntad a ser titular en cuanto miembro del grupo".

El reconocimiento político de derechos específicos debe tener lugar sólo en el caso de colectivos que padezcan situaciones sociales crónicas de exclusión social sin vías próximas de resolución. Ahora bien, ¿cómo pueden hacerse efectivos los derechos colectivos para las mujeres o para otra minoría? La condición sería reconocer la personalidad jurídica de las mujeres, es decir, su reconocimiento como sujeto de derecho. ¿Qué derechos deben reconocerse jurídicamente a las mujeres?

El primer paso es la equiparación, es decir, la no discriminación en los derechos. Esto supone concentrar la acción en la garantía de igualdad respecto a los derechos individuales (civiles, económicos, políticos, sociales y culturales). El reconocimiento de los derechos políticos de las minorías debe concentrarse en su participación como minorías en las decisiones del Estado a través de una gran variedad de mecanismos: desde la reserva de una cuota de representación en el Parlamento, gobierno nacional, gobiernos autonómicos y municipales, hasta el establecimiento de mecanismos preceptivos y vinculantes de consulta a los órganos de representación de la minoría en el caso de decisiones que le afecten específicamente. Esto requiere un sistema de control y garantía de los derechos que debería incluir una instancia jurisdiccional a la que pudieran llegar los recursos y que obligase al Estado.

El conjunto de instituciones del Estado debe tender hacia una composición paritaria en sus órganos de decisión. En este sentido, sería interesante la institucionalización de la figura del Ombuds de mujeres que atendiese a las reclamaciones de quienes se sienten discriminadas y que, también, controlase y asesorase a la Administración y a las instituciones de representación del Estado. También sería positiva la institucionalización de una figura consultiva que pudiese aconsejar sobre las políticas de igualdad o bloquear los mensajes sexistas que tan habitualmente aparecen en los medios de comunicación.

La política derivada del reconocimiento de derechos específicos para las mujeres no puede realizarse exclusivamente a través de la acción positiva y la discriminación positiva, aunque son instrumentos imprescindibles en esta tarea. El reconocimiento jurídico de las mujeres, como colectivo de género, con el consiguiente derecho a participar en los asuntos del Estado y en la toma de decisiones que afecten su vida, tiene como objeto último la igualdad y su horizonte futuro es la disolución como genérico. Como señala Nancy Frazer, la propuesta del reconocimiento de las minorías hay que entenderla como un modo de promover la puesta en práctica de ideales universales de racionalidad y justicia mediante la ampliación de la inclusión y la participación democrática.

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[1] C. Amorós, "Igualdad e identidad", en Amelia Valcárcel (Comp.), El concepto de igualdad, Madrid, Pablo Iglesias, 1995, p. 38.

[2] M.X. Agra, "Justicia y Género. Algunas cuestiones relevantes en torno a la teoría de la justicia de J. Rawls", en AA.VV., Multiculturismo y diferencia. Sujetos, nación, Género, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, nº 31, Granada, 1994, p. 145.

[3] C. Amorós, "Notas para una teoría nominalista del patriarcado", en Asparkía. Investigació feminista, nº1, Castellón, 1992, p. 42.

[4] Los pactos entre mujeres han sido analizados por Celia Amorós en varios escritos, entre ellos en "El nuevo aspecto de la polis", en La Balsa de la Medusa, nº 10-20, Madrid, 1991. Asimismo Luisa Posada Kubissa ha estudiado este tema extensamente en "Pactos entre mujeres", en C. Amorós (Dir.), 10 palabras clave sobre mujer, Estella, Verbo Divino, 1995.

[5] N. Frazer, "Multiculturalidad y equidad entre los sexos", en Revista de Occidente, nº 5, 173, Madrid, octubre de 1995, pp. 39-43.

[6] C. Delphy, "Penser le genre: quelques problèmes'", en M.C. Hurtig, M. Kail, H. Rouch (eds.), Sexe et genre. De la hiérarchie entre les sexes, París, CNRS, 1991, pp. 92-93.

[7] N. Frazer, "Multiculturalidad y equidad entre los sexos", op. cit., p. 48.

[8] J. de Lucas, "Algunos problemas del estatuto jurídico de las minorías. Especial atención a la situación de Europa", op. cit., p. 115.