Augusto Klappenbach

 

 

DERECHOS HUMANOS E INMIGRACIÓN

Ponencia y debate

 

IES Vicente Aleixandre

14 de febrero de 2007

 

DERECHOS HUMANOS E INMIGRACIÓN

El tema que voy a tratar se resume en las siguientes preguntas:

·                    ¿En qué se fundamentan los derechos humanos? ¿Sólo en nuestro modo de vida occidental?

·                    ¿Tenemos derecho a exigir a los inmigrantes, gente que viene de culturas distintas de la nuestra, que acepten y cumplan esos derechos? ¿O hay que aceptar sin críticas las costumbres que traigan de sus países de origen? (como los matrimonios forzosos, la ablación del clítoris, los castigos físicos en las familias, la negativa a escolarizar a sus hijos, etc.).

El tema es importante, porque, nos guste o no, nuestras sociedades serán cada vez más interculturales, como sucede en toda Europa. No se puede vivir en una isla de riqueza en medio de un mar de chabolas sin que se produzca una incesante migración del segundo grupo al primero. Y conviene recordar que de los 6 mil millones de habitantes de nuestro planeta, no llegamos a la mitad los que comemos tres veces al día, tenemos agua corriente, electricidad, calefacción y vacaciones pagadas. Este es el verdadero “efecto llamada” para la inmigración: no habrá policía que pueda frenar este flujo.

 

I. El fundamento de los derechos humanos.

Como se sabe, los derechos humanos se formulan en una primera versión en la Revolución Francesa, a fines del siglo XVIII (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano) y se concretan en la Declaración de las Naciones Unidas de 1948, enriqueciéndose después con numerosos tratados parciales. 

Hoy se suelen distinguir tres grupos de Derechos:

·                      Los de primera generación, conocidos como derechos civiles y políticos, herederos directos de la Revolución Francesa  (vida, libertad, seguridad jurídica, libertad de expresión, libertad religiosa, etc.)

·                      Los de segunda generación son los derechos económicos, sociales y culturales (seguridad social, trabajo, salud, alimentación, vivienda, educación etc.)

·                      Los de tercera generación, mucho más recientes, se refieren al progreso social, la ecología, etc. (el cuidado del medio ambiente, el patrimonio común de la humanidad, el desarrollo científico y tecnológico, etc.)

Tenemos derecho (y conviene) preguntarse en qué se fundamentan estos derechos. Se han dado por lo menos tres tipos diferentes de respuestas:

 

1. La compasión.

Vemos por televisión imágenes de niños desnutridos, ancianos abandonados  en los países del Tercer Mundo. Muchas ONG basan su mensaje en el sentimiento de compasión y culpa que provocan estas imágenes. Una de ellas: “hay niños que no le dejan a uno leer el periódico tranquilo”.

No creo que haya que desvalorizar este sentimiento, que incluso tiene precedentes filosóficos, como la “pitié” de Rousseau o los sentimientos de Hume. Muchas veces ese impacto emocional es el que hace caer en la cuenta de la situación real en la que está este planeta.

Pero creo que este recurso a la compasión no es el mejor camino para fundamentar la necesidad de respetar esos derechos.  Las apelaciones emotivas a las desgracias ajenas pueden impactarnos en un momento determinado e impulsarnos a alguna acción concreta, pero creo que por sí solo no llega a producir una convicción sólida. La compasión siempre es molesta, produce desasosiego (cambiar de canal mientras se está comiendo) Y resulta entonces frecuente la huída de imágenes y noticias terribles, el olvido de lo que ha producido ese mal momento y la costumbre de evitar esos impactos emocionales. O sea: la emoción (sola) dura poco y no llega a calar en la estructura del pensamiento. Incluso puede ser contraproducente.

Otra cosa es lo que se podría llamar “emoción racional”, es decir, la emoción o el sentimiento que se apoya sobre otro tipo de argumentos de valor universal, como veremos después.

 

2. El egoísmo racional.

Otra fundamentación de los derechos humanos se refiere a los beneficios que trae a los hombres el respeto universal de los derechos humanos. Se trataría de un pacto tácito de la humanidad civilizada: como me interesa que mis derechos sean respetados, debo respetar los derechos de los demás, para asegurar así una convivencia más satisfactoria para mis propios intereses. El egoísmo rechazable sería el egoísmo exclusivo: sólo importo yo y mis derechos personales, excluyendo a los demás de su disfrute. Pero el egoísmo inclusivo sería positivo: estoy dispuesto a pagar el precio de respetar los derechos de los demás, de incluirlos dentro de mis normas morales, para asegurar que se respeten los míos.

Esta corriente trata de evitar la hipocresía de tanta moralina falsamente altruista, de esos predicadores que se llenan la boca de exhortaciones a la virtud mientras sólo les preocupan sus propios intereses. El egoísmo bien entendido –dicen- empieza por casa pero no se queda en ella: abre su hospitalidad a toda la humanidad. Sólo que esa apertura no es el resultado de un imperativo categórico, de un esfuerzo de la voluntad, sino un subproducto del amor de sí, del acuerdo fundamental del sujeto consigo mismo.

Tales son los argumentos del egoísmo racional, a los cuales hay que concederles el mérito de sacar a la moral de ese ámbito hipócrita de las falsas generosidades y  las falsas renuncias. Si con este  egoísmo racional se quiere denunciar esa moral hipócrita y autocomplaciente y reivindicar una moralidad abierta, franca y compatible con la propia felicidad, nada hay que objetar a este egoísmo.

Sólo que esto es jugar con las palabras. Porque no se entiende entonces la diferencia entre un egoísmo así entendido con ese altruismo que se rechaza. Las palabras tienen importancia  y el uso cotidiano es quien les otorga su significado. Desde este punto de vista, creo que elegir el término egoísmo para expresar la actitud ética tiene una de estas dos consecuencias:

a)                  O bien entendemos el término en su sentido habitual, (“inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás”) y en tal caso resulta incompatible con el hecho moral, en la medida en que los demás son considerados como “resistencias a dominar” antes que como “fines a respetar”.

b)                  O bien se extiende tanto su significado que termina coincidiendo con la superación del propio interés, que es casi lo contrario de lo que se entiende por egoísmo.

Porque el “egoísmo”, si tomamos en serio la palabra, tiene límites que no se pueden superar por más que se agregue la apostilla de “racional”. Si la defensa de los derechos humanos se basa en el interés propio, no resulta fácil explicar, por ejemplo, la preocupación por las generaciones futuras que implica el cuidado del medio ambiente, así como la defensa de estos derechos en zonas tan alejados de nuestro entorno que difícilmente podrán influir en nuestro modo de vida. Insisto, a menos que ampliemos tanto el significado de la palabra yo que termine significando algo tan alejado del sentido habitual de la palabra que la expresión “egoísmo racional” resulta entonces más que confusa.

 

3. Los derechos humanos se justifican a sí mismos.

Las fundamentaciones anteriores (la compasión y el egoísmo racional) no son falsas, pero creo que son incompletas. Como traté de mostrar, ninguna de las dos acaba de explicar el derecho absoluto que tiene cualquier ser humano a gozar de esos derechos fundamentales, aunque tengan parte de razón.

Creo que la mejor fundamentación suena a perogrullada: se deben respetar los derechos humanos porque los seres humanos tenemos esos derechos. Dicho así, parece un círculo vicioso.

Pero este círculo vicioso tiene antecedentes ilustres. Hace más de doscientos años, Kant expresó así el fundamento de los derechos humanos: “Trata a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un fin y no sólo como un medio”. Probablemente se trata de una las expresiones más profundas que se han formulado nunca acerca de la moral.

La diferencia entre un fin y un medio es la siguiente: el fin vale por sí mismo, el medio sólo vale para conseguir el fin. El dinero, por ejemplo es un medio. El equipo de música que queremos comprar con él es un fin. Pero también este equipo es un medio para otra cosa (para escuchar música) y así sucesivamente. Lo que Kant quiere decir es  que el ser humano es un fin absoluto, un fin que no se puede poder en función de ningún otro fin superior. Al reconocimiento de este hecho Kant lo llama “respeto”.

Lo cual no quita que el ser humano también es un medio: cuando voy a la peluquería el peluquero es un medio para cortarme el pelo y yo soy un medio para que el peluquero se gane la vida. Pero, como dice Kant, no somos sólo medio: el respeto que nos debemos va más allá de la utilidad que tenemos uno con otro. Y por eso no sólo debo pagarle al peluquero, también respetarlo, como él a mí.

Y hay que advertir que no sólo los demás sino yo mismo soy un fin. Por eso, yo también debo exigir que se me respete, que no se me utilice como un mero instrumento: no se trata de  poner la otra mejilla ante una violación de mis derechos. Por eso no se trata de elegir entre egoísmo y altruismo; los derechos humanos se exigen donde quiera que haya un ser humano, sea yo u otro.

Todo esto, según Kant, no se puede demostrar. Es un hecho, como lo es la salida del sol. Y si alguien pusiera en duda esta necesidad de respetarnos unos a otros como fines en sí mismos y dijera, por ejemplo, que sólo debo ocuparme de lo que a mí me interesa, utilizando a los demás como medio para mi conveniencia, Kant le diría que no puede seguir hablando, ya que no puede darle ninguna razón para convencerlo.

Se trata de un proceso parecido al de una persona que no distinga el valor estético de una sinfonía de Beethoven del escape de una moto: no existen “razones” que le puedan convencer de un valor estético que no percibe,  Con la moral pasa algo similar: es un hecho y no el resultado de un razonamiento. ¿Por qué debo respetar al otro y no utilizarlo como un puro instrumento según mi conveniencia? Respuesta: porque debo, porque el otro es un ser humano que tiene derecho a ser respetado.

Pero este deber no es un puro capricho: es un deber razonable. Es irracional tratar a un ser humano como un objeto, tanto como tratar de enseñar  álgebra a un perro. Porque debo tratar a cada ser como lo que es.  Los seres humanos se resisten a ser instrumentalizados de una manera distinta que las cosas.  Las cosas se resisten a ser tratadas como medios (el mármol y el tronco se resisten al escultor y al hachero) pero esta resistencia se mide en más y menos, es puramente cuantitativa. En cambio el ser humano se resiste “absolutamente”. Incluso se resiste más cuanto más débil es: es más fácil atacar a un soldado que a un bebé.

Y aquí sí que tiene su lugar el sentimiento, pero creo que antes que el sentimiento de mera compasión o de lástima el sentimiento más importante es el de indignación, de rebelión ante el hecho (otro hecho) de que los derechos humanos sólo se respetan en ámbitos reducidos de nuestro planeta, y ni siguiera en nuestras naciones orgullosamente llamadas “desarrolladas”.

Este carácter de “fin en sí” que tenemos los humanos no depende de nada: ni del color, ni del sexo, ni de la edad, ni de la inteligencia. Vale tanto para un premio Nóbel como para un idiota de nacimiento, porque la razón por la cual consideramos al ser humano “fin en sí” consiste solamente en el hecho de que es un ser humano, y nada más. Y por eso esta experiencia moral excluye totalmente el racismo, el sexismo, la xenofobia y cualquier tipo de discriminación.

Y eso nos lleva a la segunda parte de esta charla.

 

II. La inmigración.

Repito la pregunta: ¿Con qué derecho –si es que existe alguno- se exige respeto a los   derechos humanos más allá de los límites de la cultura occidental que los ha formulado?

 El hecho de que esta Declaración haya sido aprobada por muchas naciones no occidentales no puede hacer olvidar el hecho de que tanto su forma como su contenido –no tanto su observancia-  responden a la tradición ilustrada de la Europa moderna y a la influencia de Occidente en las resoluciones de las Naciones Unidas. ¿No resulta entonces la calificación de universales un tanto presuntuosa, por no decir imperialista? De hecho, millones de personas cuestionan hoy explícitamente no pocos de estos supuestos derechos universales, como el de la libertad religiosa y la igualdad de derechos de los sexos.

El cuestionamiento a esta universalidad no surge sólo de culturas diferentes a la nuestra. Hacia la década de los ochenta aparecen en la escena intelectual de occidente los llamados comunitaristas, cuyas tesis, inevitablemente simplificadas, vienen a decir lo siguiente: las instituciones y normas de una cultura –incluyendo las normas jurídicas y morales- sólo pueden ser juzgadas en el interior de esa cultura. Los derechos y obligaciones sólo tienen sentido dentro de una comunidad determinada, que regula las relaciones entre los individuos de acuerdo con la forma de vida de esa comunidad, y por tanto no son exportables a formas de vida diversas. Hay que renunciar, por lo tanto, a cualquier criterio universal que pretenda juzgar la superioridad o inferioridad de comunidades heterogéneas entre sí. Lo cual no implica, dicen algunos,  encerrarse en la propia cultura: se trata de “seguir la conversación”, abriéndonos a nuevas perspectivas culturales. Desde este punto de vista, los derechos humanos verían limitada su extensión al marco de las comunidades que los acepten,

Hay que reconocer que este discurso es atractivo. Si nuestra cultura posmoderna ha renunciado a cualquier referente religioso o metafísico de carácter trascendente, ¿en qué puede fundamentarse un criterio que pretenda gozar de validez universal y que por lo tanto se arrogue el derecho de juzgar éticamente normas morales nacidas de tradiciones distintas? Seguramente, dicen los comunitaristas, en la tradicional prepotencia de occidente, que pretende convertirse en paradigma universal sin  atender a sus propias miserias. En lo cual, por cierto, no andan descaminados.

El comunitarismo tiene, sin embargo, un punto débil muy significativo, que consiste en su discrepancia con el sentido común. Si  llevamos al límite la lógica comunitarista encontraríamos, por ejemplo, que determinadas prácticas tradicionales de algunas culturas como la ablación del clítoris de las niñas o la antigua costumbre india de quemar a la viuda junto con el cadáver de su marido, si bien resultan repudiables en nuestra cultura, gozan de plena legitimidad moral en el interior de la cultura que las practica, de tal modo que no existen razones para condenarlas, situando así esas prácticas al mismo nivel que el reconocimiento de los derechos de la mujer.

El sentido común moral tiene derecho a rebelarse contra esta equiparación: dígase lo que se diga, una cultura que acepta tales prácticas es inferior moralmente hablando –y sólo en lo que se refiere a estas costumbres- a las comunidades que reivindican la igualdad de derechos entre los sexos. Y si esta afirmación suena a eurocentrismo o a metafísica, tanto peor: no por ello deja de ser cierta. Como traté de mostrar antes, la exigencia de tratar a todos los seres humanos como fines en si es una exigencia absoluta, que no depende del color, de la raza o de la religión. Cualquier tradición, por más arraigada que se pretenda, debe ceder ante el carácter universal de los derechos humanos, incluyendo las tradiciones religiosas que deben acostumbrarse a coexistir con otras religiones en el marco de las sociedades democráticas. Renunciar a este carácter universal de los derechos humanos equivale a negar estos derechos.

Sin embargo, el comunitarismo tiene sus razones. Y quizás la más respetable haya que buscarla en el tipo de universalidad que nuestra cultura occidental ha intentado imponer. Porque hay dos tipos de universalidad: uno de ellos, entre nosotros el más frecuente, consiste en establecer un  modelo surgido de la propia cultura y erigirlo en paradigma universal, confundiendo los verdaderos derechos humanos con nuestros usos y costumbres. Y ya sabemos que esta imposición no se limita a inocentes elucubraciones filosóficas: todas las formas de colonialismo aducen una legitimación sustentada en una concepción universalista de este tipo. Piénsese, por ejemplo, en el exterminio de las culturas indígenas que llevaron a cabo los conquistadores europeos durante la conquista de América, o en las políticas neocoloniales del siglo XIX, todas ellas legitimadas en la superioridad religiosa o cultural del modelo europeo.

El otro tipo de universalidad tiene como punto de partida el reconocimiento de la diferencia.  Lo universal no surge en este caso de la imposición de un modelo sino de la búsqueda de elementos comunes en las diferencias culturales. De hecho, el germen de los derechos humanos está presente en todas las culturas, aun en las más primitivas,  aun cuando se encuentren restringidos en su comprensión y su extensión, limitados a determinados individuos o grupos, arbitrariamente definido su alcance. De tal modo que reivindicar la universalidad de esos derechos no consiste en imponer un marco cultural distinto sino en desarrollar esos gérmenes que ya existen en esas comunidades, aun cuando este desarrollo entre en conflicto con la cultura “oficial”. No habría que olvidar que ninguna cultura es homogénea ni confundir las tradiciones culturales con la instrumentación que de ellas hacen los grupos dominantes. Las niñas que se resisten a la infibulación también forman parte de su comunidad y sus derechos son más legítimos que los que aducen sus verdugos.

Lamentablemente, y con mucha frecuencia, la defensa occidental de los derechos humanos ha confundido universalismo con etnocentrismo,  utilizando la universalidad como vehículo de sus propios intereses.

Y para terminar, permítaseme un ejemplo concreto: la cuestión del velo islámico, que en Francia ha sido prohibido en los colegios y otros lugares públicos.

Las discusiones acerca del multiculturalismo deberían partir de un hecho que me parece indiscutible y que no por sabido resulta superfluo recordar: nos guste o no, nuestras sociedades occidentales serán cada vez más multiculturales, como dije al principio. Como también es inevitable que estas migraciones generen problemas: el rechazo de la xenofobia no debería conducirnos a un romanticismo que se quedara en el encanto folclórico de una sociedad colorista. La llegada de millones de personas de culturas diferentes plantea innumerables “cuestiones que se tratan de aclarar”, según la definición que da la Real Academia al término problema.

Uno de estos problemas es la aceptación o el rechazo de las costumbres que los inmigrantes traen de sus culturas de origen. Y teniendo en cuenta esa inevitable convivencia multicultural de que hablábamos antes, creo que sólo deberían prohibirse aquellas costumbres que atenten directamente contra lo que se entiende por derechos humanos. Es decir, aquellas prácticas que traten a la persona como un mero instrumento, que no respeten su dignidad de “fin en sí”, su capacidad de autodeterminarse. Como, por ejemplo, los matrimonios impuestos por los padres, el repudio de la mujer por parte del varón, la ablación del clítoris, la prohibición de estudiar o ejercer determinados trabajos a las mujeres, etc. Es evidente que en estos casos se está privando de derechos y libertades fundamentales a sus víctimas, a quienes no se les permite desarrollar de modo autónomo su vida sexual y profesional, por ejemplo.

Se dice que  permitir el uso del velo islámico en los colegios abre la puerta a estos excesos. No cabe duda de que el velo islámico, como tantas otros usos de cualquier cultura, lleva tras de sí una carga secular de elementos simbólicos, entre los cuales figura, sin duda, la sumisión de la mujer en el contexto de un machismo de inspiración religiosa. Pero, a diferencia de los casos anteriores, no constituye por sí mismo una privación de derechos fundamentales para la persona que lo lleva, al menos no más que la imposición de normas en el modo de vestir que también exige nuestra cultura occidental, también cargadas de tradiciones morales y religiosas: nuestra concepción del pudor, por ejemplo, difiere bastante de la que rige en muchas tribus africanas. Y muchas mujeres no musulmanas utilizan prendas muy parecidas al velo islámico ocasionalmente por razones estéticas. ¿Es necesario entonces organizar una guerra de religión contra el velo, provocando así una reacción que aleje aún más  la cultura islámica de la occidental encerrando a esas niñas en sus casas, o esperar a que la convivencia con otro modo de vida permita a las niñas musulmanas decidir por sí mismas sobre lo que deben llevar en la cabeza?

Otra cosa es, siguiendo con el ejemplo, el uso del burka, que somete a la mujer que lo usa a un aislamiento y una humillación incompatible con uno de los derechos humanos fundamentales, como es la no discriminación por razón de sexo.

Organizar Cruzadas a favor o en contra de símbolos siempre es peligroso. Lo hemos visto en España con las guerras de banderas,  y algo similar puede suceder en nuestros colegios con la guerra del velo. Conviene reservar las energías para luchar contra prácticas aberrantes, como las mencionadas antes, y dejar que el tiempo y la tolerancia priven a los símbolos de su carga totalitaria. El comunitarismo constituye, sin duda, una doctrina irracional. Pero hasta las doctrinas irracionales tienen sus razones, y quizás la más respetable haya que buscarla en el tipo de universalidad que nuestra cultura occidental ha intentado e intenta imponer en el mundo. Tenemos una fuerte tendencia a investir con la dignidad de los derechos humanos lo que son simplemente usos y costumbres de nuestra cultura e intentar imponerlos como paradigmas de la civilización, como bien lo saben los pueblos que han sufrido nuestras aventuras coloniales. La sociedad multicultural que se avecina exige evitar la confusión entre aquellos principios irrenunciables que deben exigirse a cualquier inmigrante como condición para vivir entre nosotros, de otros usos y costumbres cuyo valor es más estético que ético. ¿Dónde está el límite? Una vez más, habrá que apelar al sentido común moral y renunciar a cualquier fórmula dogmática: el velo islámico no es lo mismo que el burka. Mientras este último impone una humillación denigrante para la mujer que lo lleva, el velo no pasa de ser un símbolo que difícilmente resistirá el paso del tiempo. Creo que esta cierta ambigüedad es preferible al fundamentalismo.

 

 

Debate

Tras esta exposición, cuyo texto escrito nos facilitó el propio ponente, se plantearon cuestiones referidas tanto a problemas concretos como a los fundamentos de los problemas y a los métodos para abordarlos.

Se insistió, por ejemplo, en la diferencia que supone el velo frente al burka, que pretende ocultar a la persona entera, y se habló de la poligamia y la poliandria como cuestiones abiertas a la decisión en el marco de sociedades abiertas que ya no tienen un modelo familiar institucionalizado. Del mismo modo que ante el rechazo a ciertos  tratamientos médicos o a ciertos tipos de alimentación en los establecimientos públicos (cárceles, escuelas, hospitales ...), la respuesta no puede venir de una contraposición entre multiculturalismo e integración, sino de cierta flexibilidad en la determinación de las reglas de convivencia, compatible con la garantía de ciertos extremos irrenunciables. Porque el “fundamentalismo de la integración” procura disimular el hecho irreprimible de que, a partir del legítimo ejercicio de la libertad, somos distintos; y pretende crear una apariencia de homogeneidad cultural sobre la que asentar la convivencia común, cuando lo cierto es que la bandera de la homogeneidad cultural se agita sobre todo como falso señuelo para disimular que vemos en peligro otro fundamento diferente de nuestra convivencia pacífica, al que sin embargo produce cierto rubor apelar ante la miseria circundante: la relativa homogeneidad de condiciones económicas de vida próspera.

Se planteó también la posibilidad de aprender de otros ámbitos geográficos en los que existe experiencia de diversidad (desde los Balcanes hasta la India); aprender de sus soluciones y de sus conflictos. Pero también nuestra experiencia sirve como criterio de flexibilidad; ya que no somos una sociedad homogénea en la que sólo los inmigrantes planteen problemas, sino que hay ya cierta tradición de problemas surgidos de la diversidad cultural. Por ejemplo, el indeclinable deber de escolarización plantea en el colectivo gitano problemas que en absoluto se pueden considerar resueltos, y ante los cuales hemos desarrollado estrategias en buena medida elusivas, sólo en parte activas. Del mismo modo, a la hora de relativizar las diferencias y de formular propuestas flexibles nos puede ser de ayuda cobrar conciencia de que nuestra propia cultura es, también en el tiempo, diferente de sí misma, ha evolucionado profundamente; nuestra Historia más reciente, por ejemplo en relación con la situación de la mujer, nos debiera enseñar a comprender las dificultades en las que se ven otras culturas para asumir valores que nosotros hemos alcanzado apenas hace unos pocos años y a facilitarles el tránsito.

 

Augusto Klappenbach Minoti, hasta su reciente jubilación catedrático de Filosofía en el IES Vicente Aleixandre de Pinto, es autor de numerosas publicaciones, varias de ellas en una revista tan prestigiosa como Claves de la razón práctica; puede verse una relación parcial en la correspondiente página del servidor universitario dialnet (http://dialnet.unirioja.es/servlet/autor?codigo=1755970).